Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Salvador Rueda Smithers, El paraíso de la caña, historia de una construcción imaginaria, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1998.

Felipe Arturo Ávila Espinosa


Debemos agradecer a Salvador Rueda, notable investigador mexicano y uno de los principales estudiosos del zapatismo, que nos haga llegar lo que, con justicia, es su contribución más completa y sintética de su manera de ver al movimiento zapatista.

Salvador Rueda había ya abordado en diferentes estudios diversos aspectos relacionados con los antecedentes, el origen, el desarrollo y las características del zapatismo. En una buena cantidad de artículos nos había mostrado cómo para entender ese movimiento era necesario encontrar las continuidades de una protesta centenaria de los pueblos campesinos de Morelos y de una lucha igualmente secular de esas comunidades ante el avance de las haciendas azucareras morelenses. De manera particular, era importante encontrar sus antecedentes directos, no solamente en la campaña electoral de Patricio Leyva por la gubernatura de Morelos en 1909, en la que se movilizaron amplios sectores populares opositores al régimen de Díaz y a los hacendados, sino en la importante coyuntura que tuvo lugar treinta y seis años antes, con el padre de Patricio, el entonces joven militar y primer gobernador morelense Francisco Leyva, héroe de la resistencia contra los franceses, quien había construido un dominio regional de corte populista y había movilizado ampliamente a los pueblos de la zona para apoyar sus políticas y su enfrentamiento con los hacendados azucareros, el poder económico dominante en la región desde los tiempos coloniales.

Rueda nos había mostrado también la composición social del ejército zapatista, el tipo de liderazgo al que dio lugar, el reforzamiento ideológico que adquirió con la llegada de los intelectuales urbanos que se le incorporaron en 1913, el discurso político nacional que elaboraron y la relación conflictiva que tuvieron esos intelectuales con los jefes campesinos zapatistas, quienes se encargaron de administrar y gobernar los territorios que estuvieron bajo su influencia. Estas importantes contribuciones, dispersas en una veintena de artículos, han contribuido de manera decisiva a entender y completar el cuadro con el que hemos reconstruido la historia del zapatismo.

En la obra que ahora da a luz Rueda, muchos de esos fragmentos son integrados y desarrollados desde una perspectiva más sintética, con una mirada más panorámica que, sin embargo, no pierde la precisión de los detalles significativos. El hilo conductor de su empresa, como lo señala el propio Rueda, es el estudio de ese proceso largo, dilatado, a través del cual los campesinos morelenses fueron tomando conciencia de lo que eran y de lo que querían, de su resistencia para continuar siendo dueños de sus tierras y sus aguas, de la forma en que entendieron su vida y sus anhelos, de su deseo ancestral y su terquedad centenaria por alcanzar "un pedacito de felicidad" -según expresión de Felipe Ángeles al referirse a ellos-, proceso que Rueda analiza por medio del lenguaje con el cual expresaron su experiencia.

En el libro de Rueda aparece también, como en todo buen estudio, el contexto nacional y los actores principales, regionales y nacionales, que explican y completan el cuadro local, así como la dinámica, la retroalimentación y la tensión que se da entre ambos niveles.

En la primera parte, es notable su exposición con la que nos recrea el pasmo que vivieron las clases acomodadas porfirianas ante el derrumbe estrepitoso del viejo orden y su sustitución por otro en el que las clases marginadas, los de abajo, se abrieron espacio y dejaron de ser, con sus dirigentes, en unos cuantos días "pelados" y delincuentes para convertirse en los nuevos señores del poder. Ese proceso, traumático para las oligarquías, fue particularmente agudo en el rico territorio morelense, dominado secularmente por la poderosa oligarquía terrateniente azucarera. Lo significativo -nos dice Rueda, y en esto reside su contribución principal- fue que en ese territorio rico y vecino al centro político nacional se dio el mayor proceso de toma de conciencia y de resistencia para que la revolución encabezada por Madero fuera efectivamente una solución de los viejos problemas agrarios y una restitución de la justicia largamente perdida y no un simple cambio de gobierno.

Ese proceso de toma de conciencia y verbalización de la vida, de la experiencia y de los anhelos campesinos -subraya Rueda- recurrió al viejo lenguaje que habían construido esas mismas comunidades desde décadas atrás y que había tenido momentos estelares en la región durante las gestas de la Independencia, con los caudillos Morelos, Guerrero y Álvarez, lenguaje que había retomado el clan de los Leyva en sus dos gestas anteriores y que Zapata y los suyos retomaron también para explicar su lucha. Ese lenguaje establecía una identidad entre los pueblos indígenas y sus recursos naturales y una relación paternalista de protección de los pueblos por el poder impartidor de la justicia y, de manera significativa, establecía la identificación de los pueblos a partir de su defensa contra la amenaza y la intromisión externas que les quitaban sus recursos y rompían con la justicia natural: los hacendados "españoles".

Un mérito del libro es su buena escritura, su capacidad evocativa, su reconstrucción de lugares, de opiniones, de gentes. Una parte en la que se aprecian estas virtudes son los capítulos donde habla del paraíso morelense, tal y como fue visto y contado por algunos viajeros del siglo XIX -Brantz Mayer, principalmente- y su fascinación por el paisaje, por la naturaleza y por la riqueza de los valles morelenses. La tierra pródiga había sido aprovechada por los hombres que ahí se asentaron desde tiempos ancestrales. Sin embargo, esta visión romántica en la que los indios eran vistos como una parte del paisaje humanizado pronto fue sustituida, a lo largo del siglo XIX, por la percepción liberal dominante en las elites económicas, políticas y culturales mexicanas, para quienes -sin importar si eran liberales o conservadores, con la notable excepción del imperio de Maximiliano que buscó regresar al estado protector de la Colonia - los indígenas eran un obstáculo para el progreso, una causa de atraso, porque estaban atados a una condición miserable que tenía su origen en su propia naturaleza. El darwinismo social los condenaba a la postración. Empero, eran un mal necesario y tenían que jugar su papel, subordinado, en la construcción del progreso nacional. Había que civilizarlos, educarlos, occidentalizarlos. En la visión liberal esto era sinónimo de desindianizarlos, acabar con su biología, con el mestizaje, con su cultura, con su lengua, con su historia. Sólo unas cuantas voces discordantes, como la de Ignacio Ramírez, intentaban débilmente y sin éxito defenderlos. No obstante, las comunidades de indios empezaron a demostrar que ellos mismos podían hacer su propia historia. Las rebeliones indígenas del siglo XIX eran la mejor prueba de que ahí estaban, con sus propias reivindicaciones y planteamientos, y que no se sometían fatalmente a los avances de la modernización liberal.

La irrupción violenta de un movimiento insurreccional con rasgos de radicalidad y persistencia como el zapatismo ha encontrado en los estudiosos, al menos, dos explicaciones complementarias. Por una parte, fue resultado de un conflicto estructural de largo plazo, que se remonta hasta la época colonial cuando los pueblos campesinos de los valles de lo que hoy es Morelos comenzaron su resistencia y defensa secular de los recursos naturales de los que ellos fueron los propietarios originales. El énfasis y la intransigencia del zapatismo por resolver el problema agrario tienen ahí sus raíces, como lo ha mostrado fehacientemente Luis Sotelo Inclán desde su clásico estudio sobre Anenecuilco. A esta explicación estructural y de largo plazo se ha agregado otra, que ha dado cuenta de la coyuntura que fue el antecedente directo, en términos de política, del zapatismo: las elecciones de 1909 para gobernador en la entidad morelense.

Rueda tiene el mérito no sólo de habernos dado antes uno de los mejores análisis de las elecciones de 1909, sino de haberse remontado cuatro décadas atrás, cuando el primer Leyva se enfrentó acremente a los hacendados morelenses con un discurso furiosamente antihacendado y antiespañol, del que valga citar solamente un ejemplo, aparecido en el periódico leyvista El Eco de Morelos : "Ésa fue la bandada de búhos de claustro que se esparció por el continente con el crucifijo en una mano, el puñal en la otra, la perversidad en el corazón y las palabras traidoras en sus labios acostumbrados a mentir" (p. 111). Francisco Leyva consiguió reelegirse. Sin embargo, las condiciones políticas del país cambiaron con la llegada al poder central de Porfirio Díaz, quien cumplió a cabalidad el programa y las aspiraciones de los hacendados morelenses.

La batalla, empero, continuó treinta y cinco años después. Muchos de los leyvistas originales se volvieron a movilizar en torno a ese clan en 1909 y disputaron a Díaz el gobierno de su entidad infructuosamente. Emiliano Zapata y los suyos, que se incorporaron a la campaña del hijo del general Leyva en 1909, tuvieron ahí su primera experiencia política formativa. Recogieron, indudablemente, los elementos del lenguaje, de la organización y de la experiencia de ambos movimientos, multiclasistas, aglutinados alrededor del notable caudillo regional, al que, no obstante, rebasaron construyendo un liderazgo nuevo, surgido de abajo, que a partir de entonces comenzó a desconfiar de las alianzas con las figuras y con las fuerzas políticas del exterior, aunque las siguió necesitando.

Pero incluso en lo que parecía ser el área más y mejor estudiada de los orígenes del zapatismo, la del análisis de las contradicciones estructurales entre haciendas y pueblos y donde se creía que todo estaba dicho luego del magistral libro de Womack y de los muy completos análisis de Horacio Crespo sobre la configuración de la economía azucarera en la región, Rueda nos ofrece una aportación original que, a mi juicio, constituye la mayor novedad historiográfica del libro. Éste es el capítulo titulado "La estética del progreso". En él, Rueda aprovecha por primera vez, hasta donde tengo conocimiento, las muy significativas contestaciones que hicieron los hacendados morelenses al cuestionario que les aplicó el régimen maderista, a través de la Secretaría de Fomento, en mayo de 1912. En esos momentos, el zapatismo era el principal problema político del país y el asunto de la tierra en el agro morelense había acaparado el centro de las miradas en la opinión pública de la época y comenzaba a ser visto como el origen no sólo de la rebelión zapatista, sino como la causa fundamental del estallido de la Revolución.

Ante esa difícil situación de estar de algún modo en el banquillo de los acusados, los hacendados morelenses, en lugar de mentir o darle la vuelta a los señalamientos, contestaron con bastante objetividad a las preguntas que les hizo el régimen maderista. En sus respuestas, se encuentra una de las mejores visiones de cómo funcionaba el agro morelense, de lo que había significado la modernización productiva y la capitalización que tuvo lugar en el Porfiriato, de los rasgos de economía moral y paternalismo que seguía habiendo en algunas de ellas y, también, un reconocimiento a veces muy explícito de que en efecto había habido despojos agrarios hacia las comunidades, sobre todo en las tierras menos ricas, boscosas, que eran casi las únicas que habían quedado en manos de los pueblos desde la Colonia.

La parte final del libro, breve, es tal vez la más provocadora. El Plan de Ayala es el acontecimiento histórico que marca el fin del siglo XIX y el comienzo del siglo XX mexicano, nos dice Salvador Rueda sin pudor. Ese documento, fundamental para el derrotero de la Revolución Mexicana, junto con la lucha zapatista por llevar a cabo lo que ahí se planteaba, cambió los códigos y el lenguaje de los indios y los campesinos mexicanos, de sus derechos, de su lugar en la política nacional y de su interlocución con el Estado. "Con el Plan de Ayala nació el vocabulario político moderno; su efecto en el mediano plazo fue el final de las haciendas [...] y el surgimiento del campesino como interlocutor del Estado mexicano hasta cuando menos la decena de 1980 [...]. Zapata, a partir de ese momento, sería el símbolo de algo novedoso: la voz de los indios y, con el paso de los años revolucionarios, de los campesinos pobres", nos dice Rueda. Creo que tiene razón.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 21, 2001, p. 104-108.

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